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REFORMA ELECTORAL: ¿AHORRO DEMOCRÁTICO O FACTURA AL CIUDADANO?

  • Foto del escritor: Luis Diego Baños Hosking
    Luis Diego Baños Hosking
  • 26 ago
  • 3 Min. de lectura

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La reforma electoral que se discute en el Congreso no es un tema menor. Su aprobación representaría una de las transformaciones más profundas al sistema democrático de las últimas décadas. Bajo la bandera del ahorro y de la “simplificación” del sistema, lo cierto es que esta propuesta pone en entredicho principios básicos que costaron años construir: la imparcialidad de los árbitros electorales, la pluralidad de voces en el Congreso y la autonomía de los partidos frente a intereses privados.

 

EL DISFRAZ DEL AHORRO

 

Uno de los pilares de la iniciativa es la reducción del financiamiento público a los partidos políticos. La idea puede sonar atractiva: menos dinero de los impuestos para organizaciones que, en muchos casos, cargan con el descrédito ciudadano. Sin embargo, al recortar drásticamente los recursos ordinarios, se abre un flanco de vulnerabilidad. Los partidos, lejos de fortalecerse, dependerán en mayor medida de capital privado. Esto significa, en la práctica, que quien tenga el respaldo económico más fuerte podrá competir con ventaja, mientras que opciones ciudadanas o de oposición quedarán debilitadas.

 

A la larga, esa supuesta austeridad puede traducirse en una democracia más desigual y menos representativa. El “ahorro” que presume la reforma corre el riesgo de salirnos caro en legitimidad.

 

EL ÁRBITRO BAJO SOSPECHA

 

Otra de las modificaciones más polémicas es la sustitución del Instituto Nacional Electoral por un organismo cuyos consejeros serían electos por voto popular. La idea de que la ciudadanía decida directamente su integración parece democrática, pero en realidad expone a la institución a la lógica de las campañas: spots, propaganda, financiamiento y compromisos políticos. En lugar de fortalecer al árbitro, podría convertirlo en un botín de las mayorías y someterlo a la tentación del poder.

 

Si algo ha permitido la estabilidad democrática en México es la existencia de un árbitro autónomo, incómodo para los gobiernos en turno, pero confiable para la ciudadanía. Colocar su destino en una elección masiva es arriesgarse a politizar lo que debería ser estrictamente técnico.

 

REPRESENTACIÓN EN RIESGO

 

La propuesta también contempla reducir la representación proporcional en el Congreso, con el argumento de simplificar la vida parlamentaria. No obstante, eliminar espacios para las minorías equivale a recortar la pluralidad política. Con ello, se corre el riesgo de configurar un Congreso dominado casi por completo por una sola fuerza, con menos contrapesos y menos voces ciudadanas.


La democracia no se mide solo en votos mayoritarios, sino en la capacidad de dar lugar a la diversidad social y política. Silenciar esa diversidad bajo la excusa de la gobernabilidad sería un retroceso frente a los avances que han permitido que distintas fuerzas convivan en el poder legislativo.

 

MÁS QUE UNA REFORMA, UN RETROCESO

 

Quienes defienden la iniciativa hablan de ahorro, eficiencia y simplificación. Pero detrás de esos conceptos se esconden riesgos reales: un árbitro electoral debilitado, partidos más dependientes de recursos privados y un Congreso menos plural. La democracia mexicana ha tenido errores y excesos, sí, pero ha costado décadas de construcción institucional y ciudadana.

 

Reformar no es malo en sí mismo: los sistemas deben actualizarse y corregirse. Pero una reforma que recorta los contrapesos, debilita la competencia y concentra el poder no es modernización, es retroceso.

 

UN LLAMADO A LA RESPONSABILIDAD

 

En última instancia, esta reforma debe analizarse más allá de cálculos partidistas. Lo que está en juego es si tendremos un sistema electoral robusto, capaz de garantizar elecciones limpias, equitativas y plurales, o si regresaremos a un escenario donde la mayoría dicta las reglas y la oposición apenas sobrevive.


La ciudadanía debe preguntarse si el costo de “abaratar” la democracia no será demasiado alto: menos voces, menos autonomía y menos confianza en las urnas. Porque si algo hemos aprendido de nuestra historia política es que cuando se debilitan las instituciones, quienes terminan pagando la factura son siempre los ciudadanos. 

 

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