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NUEVAS ELECCIONES

  • Foto del escritor: Michelle Andrea Miranda
    Michelle Andrea Miranda
  • 11 feb
  • 4 Min. de lectura

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La democracia está viviendo momentos interesantes, por decir poco, a nivel mundial. Si bien la democracia es el poder del pueblo, al menos en su significado etimológico, es necesario y vale la pena estudiarla y cuestionarla.


Desde un punto de vista meramente personal, el pueblo no ha escogido adecuadamente en este 2024, un año electoralmente intenso. Sin embargo, que no se hayan tomado las decisiones correctas no significa que cada votante no haya elegido individualmente la elección que le pareciera mejor ¿O sí? Para responder este cuestionamiento, debemos tener en cuenta, antes que nada, cómo funciona nuestro sistema electoral. 


El sistema que el mexicano cree tener es el de mayoría simple, en el que gana el candidato con más votos. La realidad es que México cuenta con un sistema mixto, lo que significa que cuenta con representación proporcional, pero no todos los mexicanos entienden cómo funciona. Este sistema mixto se refleja en la existencia de legisladores plurinominales, pues al votar por un candidato para un cargo de elección popular, votamos automáticamente por su partido. Estos votos al partido definen cuántos legisladores plurinominales tendrá cada grupo parlamentario. La existencia de estos legisladores ha generado mucha controversia, ya sea por cómo se reparten los lugares entre bloques de partido, o por el argumento que el electorado no vota por ellos. 


Ahora bien, ¿cómo identificamos la mayoría simple en este sistema? Si tomamos como situación hipotética una elección presidencial que no se empalmara con la elección de senadurías, estaríamos ante una elección presidencial por mayoría simple. Este sistema limita la elección del ciudadano porque lo obliga a votar de manera estratégica. Cuando se tiene más de dos candidatos o partidos dentro de este sistema, se tiene claro cuál de ellos perderá, por lo que el votante lo descarta. Si no va a ganar, ¿para qué votar por él? El sistema de mayoría simple lleva a un sistema bipartidista. 

Este ejercicio mental que el elector se ve forzado a realizar refleja que no elige a la opción que cree mejor, o la que más le convenza, sino que vota para que no gane la que considera la peor opción. 


Pongamos como ejemplo tres partidos políticos: A, B y C. Cada uno pertenece a derecha, centro e izquierda, respectivamente. Digamos que nuestro votante cree que el partido de izquierda, C, es la mejor opción. Sin embargo, este partido es de nueva creación y no es muy popular. El elector identifica que no tiene una posibilidad real de ganar, y claramente no quiere o no le conviene que gane su contraparte ideológica, A; entonces termina votando por B. Si bien no es su opción ideal, es mejor que A. 


Me atrevería a decir que este es el mejor escenario hipotético. Se pueden dar otros como elegir la opción “menos peor”, o votar por el más popular porque fue quién más pudo invertir en campaña, etc. 


Nuestro sistema electoral es utópico. Funcionaría en un país en el que los candidatos fueran los más preparados o los mejores representantes (si es que hubiera una manera de medir ambos parámetros); en el que para pertenecer a la clase política no fuera necesario poseer capital económico; y en el que las enormes demografías no deformaran los resultados del sufragio directo. 


Entonces, ¿hay soluciones? Para encontrarlas, primero debemos encontrar la raíz del problema; el cuál es, a mi consideración, una desconexión de la población con la política y el gobierno. Realmente no hay manera de culpar a la población: el sistema está hecho para ser difícil de entender, y para mantener ocupado al ciudadano con otras cosas como para que se interese y tenga tiempo de entenderlo. Esta complejidad también implica que el ciudadano no ve reflejadas sus elecciones y opiniones en su cotidianeidad. Con esto dicho, debemos preguntarnos: ¿está realmente el poder en el pueblo?


El problema que anteriormente se describió cuando estábamos hablando de mayoría simple ya se ha sido identificado en varias ocasiones. Se han propuesto varias alternativas para que el voto realmente signifique democracia, y que el ciudadano escoja la que mejor opción le parezca. La que, a mí, personalmente, me parece la mejor es el voto aprobatorio. En este sistema de votaciones el ciudadano puede elegir a más de un candidato, siendo su voto una aprobación, y, por ende, desaprobando a quienes no votan. Dentro de este tipo de voto se ha planteado una opción en la que se le pide al votante que ranquee a los candidatos en una escala de -10 a +10, donde -10 es desaprobación total y +10 es aprobación total. 


Este sistema de elecciones es el que se utiliza para escoger al secretario general de la Naciones Unidas, pero aún no ha sido utilizado en elecciones masivas. Tomando en cuenta que el actual sistema no refleja lo que el electorado considera su mejor opción, creo que vale la pena poner a prueba este sistema. 

Sin embargo, a pesar de ser un sistema que fomenta una mayor participación, no da una solución para que los ciudadanos vean reflejadas sus elecciones en su día a día. 


Para resolver esto me gustaría hablar sobre el Experimentalismo Jurídico de Charles Sabel, William Simon y Michael Dorfl. Tiene su origen en el Experimentalismo de John Dewey, el cuál es una filosofía basada en la resolución de problemas cotidianos a través del ensayo y error. Cuando hablamos de un Experimentalismo Jurídico, nos referimos a un sistema de resolución de problemas jurídicos en el que el grupo social afectado propone soluciones. Esto nos lleva a una democracia experimental en la que las decisiones se toman desde un enfoque y deliberación local, lo que le da legitimidad real. 


Las soluciones aquí propuestas son, sin duda alguna, desafiantes: no parecen tan cercanas o fáciles por cómo se nos ha acostumbrado a entender nuestro sistema político. Sin embargo, dados los resultados que las actuales democracias nos han dado, vale la pena reeducarnos para obtener nuevos y mejores resultados.

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