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EL DEBATE DE LA REFORMA POLÍTICA: QUÉ DEMOCRACIA QUEREMOS

  • Foto del escritor: Martin Orozco Vazquez
    Martin Orozco Vazquez
  • 26 ago
  • 4 Min. de lectura

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En la historia política de México, las reformas institucionales han sido un recurso constante para reconfigurar el poder. Hoy, bajo el gobierno de la llamada Cuarta Transformación, el escenario vuelve a colocarse en el centro del debate público: la presidenta Claudia Sheinbaum ha anunciado una propuesta de reforma política que, aunque aún no se ha presentado formalmente, ya se perfila como uno de los cambios más significativos del nuevo sexenio. Entre los puntos que se han adelantado destacan el financiamiento público a los partidos políticos, la eliminación de plurinominales, así como cambios en el Instituto Nacional Electoral (INE).

 

Más allá del contenido específico de la reforma, lo que preocupa es la forma en que estas transformaciones se están impulsando. Tal como ocurrió con la reforma al Poder Judicial en 2024, el patrón que sigue la 4T evidencia un déficit en la construcción de diagnósticos institucionales previos, y la apertura al debate plural. Ante la supuesta comisión presidencial para la reforma, será necesario analizar los procesos deliberativos que fortalezcan la legitimidad de los cambios, que no sea imponer decisiones rápidas, sustentadas más en la fuerza legislativa de Morena y sus aliados —que gozan de mayoría en el Congreso de la Unión y en varios congresos locales— que en consensos sociales amplios.

 

Este modo de gobernar plantea un dilema democrático. Por un lado, la narrativa oficial sostiene que el respaldo electoral del 2024, con casi 36 millones de votos a favor de Sheinbaum, otorga un mandato legítimo para avanzar en la “transformación” del país. Pero, como ya se ha planteado en debates recientes, es necesario preguntarse si legitimidad electoral equivale automáticamente a legitimidad democrática. La sobrerrepresentación legislativa, aunque legal, distorsiona la representación ciudadana y genera la tentación de aprobar reformas estructurales sin contrapesos reales.

 

El riesgo, entonces, es que las reformas dejen de ser instrumentos para mejorar la calidad democrática y se conviertan en simples mecanismos de consolidación de un régimen. Como ya se advirtió en el caso de la reforma judicial, la ausencia de diagnósticos serios y de evaluaciones de impacto generó desconfianza social, baja participación electoral y una percepción de que las decisiones se toman desde la cúpula política sin considerar a la ciudadanía. Frente a la próxima reforma política, este riesgo vuelve a presentarse: el debilitamiento de instituciones autónomas como el INE y la reducción de los espacios de representación podrían abrir la puerta a un retroceso democrático, en lugar de a un fortalecimiento del sistema.

 

Ahora bien, también existen oportunidades que no deben perderse de vista. La discusión sobre el financiamiento público de los partidos es legítima en un país con crecientes demandas sociales y limitaciones presupuestales; asimismo, la revisión del sistema de representación podría ser un espacio para repensar la sobrerrepresentación y la equidad en la competencia electoral. Sin embargo, estas oportunidades solo podrán materializarse si el proceso se lleva a cabo con transparencia, debate informado y mecanismos de participación social.

 

En este punto, resulta indispensable subrayar la importancia de conocer y comprender el escenario político que se ha configurado en la 4T. La sociedad mexicana se encuentra profundamente dividida: mientras un sector defiende las reformas como parte de una “verdadera democracia popular”, otro denuncia que se trata de un retroceso autoritario. Esta polarización se refleja también en la manera en que se mide la aprobación presidencial. Los altos niveles de respaldo que se registran en encuestas se presentan como prueba de legitimidad, pero detrás de esos números existen tensiones sociales, inconformidades ciudadanas y una oposición debilitada que no logra articular alternativas claras.

 

La democracia, sin embargo, no puede reducirse a índices de aprobación ni a narrativas polarizantes. Su fortaleza depende de la combinación entre instituciones sólidas y participación ciudadana informada. La experiencia reciente de la reforma judicial mostró que la resistencia ciudadana se tradujo, en buena medida, en abstención electoral: un acto político que, lejos de fortalecer la democracia, debilitó su carácter participativo. Si frente a la nueva reforma política ocurre algo similar, México corre el riesgo de perpetuar un círculo vicioso de desinformación, apatía y concentración de poder.

 

En perspectiva, el debate sobre la reforma política no debería centrarse únicamente en la confrontación entre Morena y la oposición, ni en la disputa entre quienes apoyan o rechazan a la presidenta. El verdadero eje de análisis está en qué tipo de democracia queremos construir: una democracia de instituciones sólidas, pluralismo político y contrapesos efectivos, o una democracia reducida a la voluntad mayoritaria sin mecanismos de control ni participación de la sociedad.

 

En conclusión, frente a la inminente reforma política, el reto para México no es solo evaluar los cambios que se planteen, sino también exigir el proceso bajo el cual se construirán. De ello depende que las reformas no se conviertan en caprichos políticos, sino en verdaderos instrumentos para fortalecer la democracia. Para la ciudadanía, para la oposición y para quienes estudiamos la política, el desafío consiste en abandonar las filias y fobias partidistas, e involucrarnos críticamente en la discusión. 

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