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COMPETENCIA, EFICIENCIA Y SOSTENIBILIDAD: EL REDISEÑO INSTITUCIONAL QUE URGE EN LA ECONOMÍA MEXICANA

  • Foto del escritor: Karina López Villegas
    Karina López Villegas
  • 14 may
  • 3 Min. de lectura


En México, cuando se habla de competencia económica, se suele pensar en precios bajos, consumidores beneficiados y mercados eficientes. Pero hoy, esa visión ya no es suficiente; la crisis ambiental global nos obliga a repensar el papel del Estado, del mercado y del marco legal que los regula. ¿Puede seguir funcionando una política de competencia que no toma en cuenta el daño ecológico? ¿Estamos protegiendo el bienestar económico mientras ignoramos el bienestar ambiental? 


La Ley Federal de Competencia Económica (LFCE) es una pieza clave en el funcionamiento del mercado mexicano, su propósito es evitar abusos de poder por parte de empresas dominantes y garantizar condiciones equitativas para competir, sin embargo, su diseño actual excluye por completo el análisis ambiental, lo cual representa una grave omisión frente a los desafíos del siglo XXI. La reciente reforma que llevó a la extinción de la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE) podría complicar aún más esta situación, ya que se corre el riesgo de que la nueva estructura institucional tenga dentro de sus prioridades la integración de criterios ecológicos en la evaluación de prácticas empresariales, perpetuando una lógica centrada exclusivamente en la eficiencia económica. Si bien México intenta avanzar en la construcción de un sistema institucional distinto a lo que estábamos acostumbrados, en materia legislativa respecto a la competencia económica, aún se responde a una lógica predominantemente tradicional, centrada en el bienestar del consumidor en términos monetarios, lo que se traduce en que los nuevos operadores reguladores de los temas económicos en este país se vean coartados para ser propositivos en temas de relevancia internacional.  

 

En palabras lisas y llanas, las funciones principales de la legislación actual, son:  revisar fusiones, sancionar prácticas anticompetitivas o prevenir monopolios, no obstante, lo hace solo considerando criterios económicos tradicionales como precios, barreras de entrada o participación de mercado. Lo alarmante de ello, es que, a quien debería vigilar la sana interacción económica en este país, no se les permite, ni se les exige, tomar en cuenta si una empresa contamina masivamente, si impide el desarrollo de soluciones ecológicas o si su modelo de negocio acelera la crisis climática. Esto genera una paradoja: el Estado puede autorizar fusiones o conductas empresariales eficientes en términos de costos, pero desastrosas para el medio ambiente. Así, la competencia económica termina, sin quererlo, reforzando estructuras que obstaculizan la transición ecológica.


Un primer eje de reforma que robustezca la agenda económica del país de manera sustentable debe enfocarse en incorporar criterios ambientales en la evaluación de prácticas empresariales de tal manera, que se le permita  a la autoridad de competencia emitir resoluciones más integrales, incluso condicionar o rechazar operaciones que comprometan el avance hacia una economía baja en carbono.


En esa misma línea, es imprescindible eliminar las barreras anticompetitivas que enfrentan los modelos de economía circular, como la reparación, reutilización, reciclaje o remanufactura de productos. En la práctica, muchas empresas que operan bajo principios circulares son bloqueadas por estrategias de grandes actores dominantes, ya sea mediante restricciones contractuales, acceso limitado a insumos o tecnologías cerradas que impiden la interoperabilidad. Estas barreras no solo restringen la libre competencia, sino que perpetúan un modelo de consumo lineal que agrava la crisis ambiental. 


Las y los legisladores actuales, deben tener en claro que su trabajo hoy más nunca  implica repensar la función de la política de competencia no sólo como un instrumento económico, sino como una herramienta estratégica para el desarrollo sostenible, capaz de incentivar la innovación verde, democratizar el acceso a tecnologías limpias y corregir fallas estructurales del mercado ambiental.


Desde luego, esta transformación normativa requiere más que una modificación legislativa, reformar la LFCE desde una perspectiva ecológica no es una aspiración idealista, sino una necesidad estratégica para asegurar que la transición hacia un nuevo modelo de desarrollo no se vea bloqueada por inercias normativas o intereses de mercado. La economía verde requiere competencia real, y la competencia auténtica necesita un marco legal que integre, de forma clara y decidida, el respeto por los límites del planeta.

Yorumlar


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