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MÉXICO EN MOVIMIENTO: UN VIAJE A TRAVÉS DE LAS REFORMAS DE MOVILIDAD Y SUS RETOS PARA LAS NUEVAS GENERACIONES

  • Foto del escritor: Roman Castañeda
    Roman Castañeda
  • 10 jun
  • 3 Min. de lectura

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Imagina despertar un lunes cualquiera en la ciudad. Sales de casa con tu mochila al  hombro, tomas tu bicicleta o tu scooter eléctrico porque ni hay dinero para Uber ni  ganas de aguantar una hora en el tráfico. Recorres las calles entre autos que no te ven, baches que parecen trampas, banquetas invadidas y un aire que no invita  precisamente a respirar hondo. Aun así, lo haces todos los días porque moverse es  parte de vivir. Pero, ¿qué tanto se ha hecho en este país para que moverse sea un  derecho real y no una ruleta de riesgo? 


Durante los últimos años, México ha experimentado una serie de reformas en materia  de movilidad que, aunque parecen orientadas a mejorar nuestras ciudades, en muchos  casos dejan más preguntas que certezas. Se aprobó la Ley General de Movilidad y  Seguridad Vial, se discutieron políticas para regular las apps de transporte y se  promovieron nuevas reglas para bicicletas y motocicletas. Sobre el papel, suena  prometedor. Pero si bajamos a la calle, la realidad para millones de jóvenes,  estudiantes, repartidores o trabajadores informales sigue siendo una constante  improvisación. 


Esta nueva ley busca establecer que la movilidad es un derecho y que todas las  personas deben poder trasladarse de forma segura, accesible y sostenible. Sin  embargo, uno de los principales problemas es que esta promesa, aunque bien  intencionada, no ha sido acompañada de un cambio profundo en la infraestructura  urbana ni en la cultura vial. Y ahí es donde entra la frustración: porque si moverte en  bici sigue siendo peligroso, si no hay transporte digno para estudiantes o si cruzar una  calle se siente como un acto de valentía, entonces ¿qué tanto avanzamos? 


Además, hay reformas que han causado más polémica que soluciones. La llamada  "Ley Chaleco", por ejemplo, obligaba a ciclistas y repartidores a usar chalecos con  identificaciones visibles. El objetivo era mejorar la seguridad, pero el resultado fue  criminalizar la movilidad de quienes menos tienen. Como si el problema de fondo fuera el chaleco y no la desigualdad, la falta de educación vial o la precariedad con la que  operan las plataformas digitales que nunca se hacen responsables de sus repartidores. 


También hay algo que no podemos dejar fuera: el impacto ambiental. La crisis climática  ya no es una advertencia futurista, es una realidad diaria. Las reformas de movilidad  deberían ser una oportunidad para repensar nuestras ciudades: más árboles, más  ciclovías, más transporte eléctrico, más espacios seguros. Pero la transición ha sido  lenta, y muchas veces contradictoria. En algunos municipios se inauguran ciclovías  mientras se aprueban proyectos que priorizan más autos. Se promueven “ciudades  inteligentes” mientras colonias enteras siguen sin banquetas transitables. 


¿Y cómo afecta esto a los jóvenes? Nos afecta en todo. Porque moverse no es solo  desplazarse, es tener oportunidades. Si no hay transporte accesible, se limita el acceso  a la educación, al empleo, a la cultura. Si la calle es insegura, se reducen nuestras  libertades. Y si la movilidad sigue siendo un lujo, entonces estamos condenados a  seguir repitiendo el mismo modelo de exclusión que queremos cambiar. 


Pero también hay esperanza. En distintas ciudades, jóvenes se están organizando para  exigir otro tipo de movilidad: más inclusiva, más verde, más humana. Colectivos  ciclistas, urbanistas, estudiantes y defensores del espacio público están abriendo el  camino —literalmente— hacia un modelo más justo. Porque al final, la ciudad no es  solo de quienes manejan un coche. La ciudad también es de quien camina, de quien  pedalea, de quien sueña con llegar lejos… aunque sea en una bici oxidada. 


Por eso, más que reformas que se escriban desde un escritorio, necesitamos políticas  que se vivan desde la banqueta. Y ahí es donde entra nuestra generación. No solo  como usuarios, sino como diseñadores del futuro. Porque cambiar la forma en que nos  movemos no es un capricho, es una forma de resistir, de exigir dignidad, de construir el  país en el que realmente queremos vivir.

 

 

 

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