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EL PULSO DE LA REFORMA EN TELECOMUNICACIONES: ENTRE LA NARRATIVA OFICIAL Y LA RESISTENCIA MEDIÁTICA

  • Foto del escritor: Armando Manuel Flores Olivares
    Armando Manuel Flores Olivares
  • 11 may
  • 3 Min. de lectura

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En los últimos meses, el debate público en torno a la reforma en materia de telecomunicaciones ha puesto de manifiesto una tensión que parecía olvidada, pero que nunca se fue del todo: la disputa entre el poder político y el poder mediático. El Ejecutivo federal ha impulsado una iniciativa que promete —al menos en el discurso— democratizar el acceso a las telecomunicaciones, combatir la concentración del espectro radioeléctrico y garantizar una regulación más estricta sobre los grandes consorcios del sector. Sin embargo, la reacción de los principales medios de comunicación ha sido inmediata y frontal. ¿Qué hay detrás de esta pugna?


La iniciativa ha sido presentada como una medida orientada a "recuperar la soberanía tecnológica", limitar los monopolios en telecomunicaciones y asegurar el acceso universal a internet y servicios de comunicación. El trasfondo, sin embargo, es mucho más complejo. En el corazón del proyecto se encuentra la propuesta de fortalecer la rectoría del Estado en el sector, incluyendo una mayor supervisión sobre las concesiones, nuevas obligaciones a las plataformas digitales y una posible redefinición del rol del Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), cuya autonomía se vería reducida.


Esta última parte ha encendido las alarmas no sólo en organismos internacionales y académicos especializados, sino especialmente en los medios tradicionales, que han calificado la reforma como un intento por “controlar la narrativa pública”, “centralizar la información” o incluso “censurar a los críticos”. Portadas, editoriales y segmentos noticiosos se han llenado de advertencias sobre una supuesta regresión democrática, comparaciones con regímenes autoritarios y llamados a la movilización social para frenar la iniciativa.


Más allá del contenido técnico de la reforma, lo que está en juego es una vieja disputa por el control de la información. En México, los grandes consorcios mediáticos han sido históricamente actores clave del poder. No se limitan a comunicar: moldean agendas, posicionan discursos y, en muchos casos, deciden quién tiene voz y quién no. Por eso, cualquier intento del Estado por intervenir en el sector —aunque se justifique en nombre del interés público— es recibido con sospecha, e incluso con abierta hostilidad.

Sin embargo, no hay que caer en simplificaciones. También es cierto que el actual gobierno ha demostrado una relación ambigua con la libertad de expresión. Mientras denuncia la concentración de medios, ha centralizado la comunicación institucional, descalificado a periodistas y minimizado el papel de los organismos autónomos. En ese contexto, la reforma no puede evaluarse sólo como un ejercicio técnico, sino como parte de una estrategia política más amplia, que busca modificar las reglas del juego en un momento clave para la transición digital del país.


¿Hay problemas estructurales en el sector de las telecomunicaciones? Sí. ¿Se necesita una actualización normativa que garantice el acceso equitativo a la conectividad? Por supuesto. Pero la pregunta de fondo es cómo y con qué contrapesos se construye esa reforma. Un rediseño del sector no puede hacerse desde la desconfianza ni desde la imposición. Requiere diálogo abierto, diagnósticos compartidos y, sobre todo, garantías sólidas de que la libertad de expresión, la pluralidad de medios y la independencia de los reguladores no serán moneda de cambio.


La reacción negativa de los medios, aunque a veces desmedida o interesada, revela algo fundamental: que el ecosistema informativo es un terreno de disputa, y que cualquier intento de transformación debe caminar con pies de plomo. No es momento para dogmas ni trincheras ideológicas. Lo que se necesita es una reforma con vocación democrática, centrada en las personas, comprometida con la innovación, y blindada contra cualquier tentación autoritaria.


Porque al final, lo que está en juego no es sólo quién controla el espectro o reparte las concesiones. Lo que se disputa es el derecho de la ciudadanía a estar informada con libertad, diversidad y calidad. Y eso —en una democracia verdadera— no se negocia.


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